viernes, 5 de diciembre de 2008















M. Lozano 2008

LA TARTA DE MANZANAS



Era un hombre ya entrado en años, probablemente jubilado, el que se acercó al despacho de pan y otras golosinas.

Tras el mostrador estaba una joven que podía ser su nieta. Era guapa, con el pelo rizado, corto y unas breves mechas rubias. En la cara destacaban unos preciosos ojos azules y llamaba la atención un par de piercings, uno, por encima de los labios, en su parte izquierda, y otro, en la aleta derecha de la nariz. La joven, sin saberlo, tenía algo de belleza clásica y poca pericia en el oficio que desempeñaba.

Mientras el señor le pidió el pan y los dulces, no ocurrió nada digno de mención. Pero, cuando le dijo que le diera la mitad de la tarta de manzanas, vino el problema.

La tarta estaba en una caja que medía aproximadamente cuarenta por sesenta centímetros, o quizás algo más, y tenía por debajo un papel de horno encerado.

La joven cogió una paleta e hizo un corte transversal en la tarta, justo por la mitad. Se dispuso a poner una de las dos mitades en una bandeja de cartón para pesarla después y colocó la paleta entre la tarta y el papel encerado; pero esta, bien porque estuviera un poco blanda, o bien porque estuviera un poco pegada al papel, o bien porque la paleta fuera un poco pequeña, o por todas las cosas a la vez, que es lo más seguro, no se separaba del papel, no subía ni medio centímetro sin que se rompiera de alguna parte.

La joven cogía la paleta y lo intentaba por el medio…, después por el lado izquierdo…, volvía a hacerlo de nuevo por el medio, y de nuevo por la parte izquierda, e inmediatamente después lo intentaba por la derecha… y…

Unas mujeres, bastante mayores, por cierto, querían ayudarla, una le sujetaba la caja de la tarta, y la otra se encorvaba y quería coger la bandeja para ponérsela debajo del pastel, pero ni la joven la soltaba, ni despegaba la tarta, ni era capaz de ponerla en la bandeja.

La joven no hacía más que decir:
- ¡Es que con esta paleta tan pequeña…!

Los demás estábamos atentos a la operación y el pobre señor miraba a la concurrencia con un gesto de abatimiento e incredulidad.

Tras muchos sufrimientos, la chica consiguió a duras penas, ¡por fin!, sacar un trozo de tarta y colocarlo en la bandeja, después otro y finalmente un tercero. Como mejor pudo, acercó los tres trozos para tratar de componer su apariencia original y, con una voz ingenua, le dijo al señor:

- ¿No le importa, verdad?

El señor, miró a la gente y asintió. Recogió el pedido, pagó honradamente y a la salida del establecimiento dejó en la papelera la tarta envuelta.

Manuel Lozano Manzano

viernes, 26 de septiembre de 2008

EL PEZ

Érase una vez un hombre afortunado al que le llovió un pez desde el cielo. En un principio se quedó absorto, pasmado, no sabía cómo explicarse que a su lado hubiera aparecido un animal de otro mundo tan diferente, sobre todo si se tiene en cuenta que el mar estaba muy alejado y que el tamaño del pez era bastante considerable, aproximadamente de unas dos cuartas. Miró hacia el cielo y vio un aguilucho revoloteando, y se dijo:
- ¡Ya está, este pez me lo ha dejado el dichoso pájaro! ¡Será un pez del Guadiana!- Y se quedó tan satisfecho con la explicación.
Pero, pasados unos minutos, escuchó atentamente y oyó al pez hablar que le decía:
- ¡Eh , tú, si me llevas a casa y me comes, morirás, pero si me devuelves al río, serás un hombre afortunado y tendrás todo lo que quieras!
- Ni qué decir tiene que nuestro querido Julio, que así se llamaba este hombre afortunado, mucho más sorprendido que antes, cogió el pez, lo metió en una bolsa de esas de plástico, le echó un poco de agua, se montó en el coche y rápida, rápidamente enfiló para el río. Cuando llegó, se bajó tan pronto como pudo, cogió la bolsa y echó el pez al agua. A partir de entonces se quedó tan dichoso que una sonrisa beatífica le llena la cara.
Cuando llegó a su casa, su mujer le preguntó:
- ¿Qué te pasa que estás tan sonriente?
Y él le contestó:
- Si te lo cuento, no te lo vas a creer.
- Cuéntamelo- le dijo la mujer.
Y él le contó que un aguilucho le había dejado caer un pez a su lado.
- ¡No me digas!- se sorprendió su esposa.
- Bueno, eso no es nada, también me dijo que si me lo llevaba a casa y me lo comía, moriría.
- ¡No se te habrá ocurrido traerlo!
- ¡No, no! Nada más caer, lo llevé al río, pero no te lo pierdas, me dijo que seré un hombre afortunado y que tendré lo que quiera.
Su mujer se quedó estupefacta, pero todos los días comprueba que la sonrisa no se le marcha y que sigue echando a los ciegos, a las quinielas, a la lotería de Navidad... y yo voy tras él y compro el mismo número, !por si acaso!
Manuel Lozano Manzano